José Antonio Gurrea C. / Marina Santillán Urtiaga / Claudia Alcántara
.
De
Radiohead a Def Leppard; de Bob Dylan a Madonna; de Adrian Belew a
Jarabe de Palo; de Paul McCartney a Rod Stewart; de The Smashing
Pumpkins a Scorpions; de Marillion a Los Auténticos Decadentes; de Dead
Can Dance a Metallica; de London After Midnight a Quiet Riot; de Roger
Waters a Megadeth.
Un vistazo a la cartelera de conciertos 2012 de la ciudad de México confirma que la capital del país se consolida como escala prioritaria en la agenda de las megaestrellas del rock y el pop.
Sin embargo, y eso las nuevas generaciones lo ignoran, no siempre fue así. Hace
31 años --cuando el primer número de EL FINANCIERO vio la luz-- apenas
comenzaba a levantarse tímidamente del veto que se le había impuesto al
rock casi desde siempre; por esas fechas, presenciar un megaconcierto en
el país era simplemente un sueño.
Antes hubo varios fantasmas: el de Ernesto P. Uruchurtu, el llamado Regente de Hierro,
que gobernó con mano dura el Distrito Federal entre 1952 y 1966, y
quien se opuso férreamente a otorgar permisos para realizar conciertos
de rock en la capital; la restricción incluyó a los mismísimos Beatles.
Tras el 68 y el Jueves de Corpus de 1971, el gobierno federal --que a
través del regente también gobernaba la capital-- sentía terror ante cualquier reunión masiva de jóvenes.
Y, como golpe de gracia, el Festival de Avándaro de septiembre de 1971,
con los supuestos excesos que habrían tenido lugar ahí, sirvieron de
pretexto para que autoridades y las buenas conciencias comenzaran una
campaña de satanización contra todo lo que oliera a rebelión juvenil.
A partir de Avándaro, las bandas que interpretaban este género --entonces rebelde y transgresor-- fueron confinadas a la cuasiclandestinidad en los llamados hoyos fonqui
(término adjudicado al escritor Parménides García Saldaña). Se trataba
de lugares oscuros, reducidos, con pésimo sonido y ventilación
insuficiente; la salubridad era un asunto irrelevante, pues en ocasiones
ni sanitarios había. Se encontraban preferentemente en la periferia
urbana. En esos sitios rock, blues, reggae y otros géneros fueron obligados a subsistir por un largo tiempo. No había más.
Durante ese periodo, las
tendencias "musicales" fueron impuestas (casi) por completo por las
televisoras --con Raúl Velasco a la cabeza-- y las grandes disqueras
trasnacionales. Las estaciones de radio "juveniles" se
limitaban a programar --vía el payolazo-- música disco, pop insustancial
y baladas españolas y mexicanas.
Quien quería escuchar
buen rock debía sintonizar la radio cultural (Radio Educación y Radio
UNAM) o los escasos programas rockeros con que contaba la radio
comercial (un oasis era Vibraciones, de Radio Capital). Otra opción era
comprar los viniles de importación que algunas tiendas de la Zona Rosa y
San Ángel ofertaban a precios exorbitantes. Si de megaconciertos
hablábamos, la experiencia podían vivirla sólo unos cuantos
privilegiados que cruzaban la frontera norte para escuchar a las
superbandas.
Año decisivo
En esas condiciones llega 1981, un año decisivo en varios sentidos.
Mientras en el escenario mediático el 15 de octubre nace EL FINANCIERO,
referente y parteaguas para el periodismo nacional, en otros ámbitos
comienzan a darse señales de una incipiente apertura social en el país.
Por un lado se permite, por primera vez en la historia, la entrada de las mujeres a las cantinas; por otro, se abren tímidamente las compuertas a los conciertos masivos en México con la llegada de Queen,
precisamente en octubre. Esta agrupación británica ofrece dos
conciertos: uno en Puebla y otro en Monterrey. Le seguirían la
presentación de Santana en León y cerraría la década Rod Stewart en
1989, en Querétaro.
Pero aún nada para el DF. O casi nada, pues si bien en 1969 tocaron The Doors y en 1980 Police, lo cierto es lo hicieron en pequeños recintos con capacidad para menos de 1,000 personas. Fueron conciertos totalmente elitistas. En
el caso de la banda de Jim Morrison, la idea original era presentarlos
en el Toreo de Cuatro Caminos; sin embargo, las autoridades negaron el
permiso.
Se puede afirmar, a partir del arribo de Queen,
que en el país comenzaron a surgir empresarios que consideraron la
posibilidad de llevar a cabo conciertos masivos; sin embargo, las facilidades eran mínimas.
De entrada, los recintos que podían albergar una cantidad considerable
de audiencia no contaban con las medidas de seguridad o de control
adecuadas para resguardar al oyente bien portado o al fanático
enloquecido, como pudo comprobarse en el concierto de Freddie Mercury y
compañía en Puebla, donde --debido a la pésima organización y a la falta
de seguridad-- el asunto estuvo cerca de terminar en tragedia. Eran,
pues, muchos los riesgos y pocas las certezas para los empresarios.
Pese a ello, a mediados de los años 80 gente como Francisco Olegui, dueño de Supersound --una muy bien surtida tienda de discos-- trató de aprovechar la incipiente apertura y comenzó a organizar conciertos.
Primero fue Blue Oyster Cult en el Palacio de los Deportes;
sin embargo, las autoridades cancelaron el concierto un día antes, ya
con los músicos aquí y pagados los boletos de avión y la mitad del
sueldo del grupo. Después con Front 242 hubo dos
fechas: la primera sí se hizo y la segunda se canceló por intervención
de los vecinos de Polanco. Al final organizaron un concierto con The Pixies y Peter Murphy, pero el promotor se fue con el dinero. Ciertamente, eran años duros para los promotores de conciertos.
Para fortuna de los melómanos, los años 90 trajeron otras luces: la empresa CIE,
por medio de su subsidiaria OCESA, comenzó a operar inmuebles como el
Palacio de los Deportes, y más adelante establecería un convenio de
colaboración con Ticketmaster, la empresa que vendería las entradas a
los espectáculos y que desplazaría a Boletrónico. Poco después, adquirieron los derechos para operar el remodelado Teatro Metropólitan
--otrora cine elegante que terminó por exhibir películas de manera
ínfima, proyectándolas sobre una pantalla rasgada flanqueada por
percudidas estatuas monumentales-- y más adelante construyó el Foro Sol, en las inmediaciones del Autódromo Hermanos Rodríguez, en la Magdalena Mixhuca. Para 2002, pudo concretar su asociación con Televisa.
Surgieron competidores que también querían parte de ese pastel a medio hornear: Smarticket para los boletos, o Manifest y Sonofilia para el montaje de presentaciones; o melómanos como Carlos Carsi,
quien también hizo sus pininos para traer a portentos del rock
progresivo como Banco del Mutuo Socorsso, Premiata, Il Balleto di Bronzo
y Camel. O Aldo Altamirano, quien trajo a agrupaciones más emparentadas
con géneros como el dark, el gótico y el ambient como Stoa y Bel Canto.
Atisbos tímidos de que ver en vivo a grandes grupos era posible.
Pero el mainstream imperó de la mano de Ocesa con el claro objetivo de conquistar el DF. Ese día llegó en 1991, con el concierto de INXS.
Después arribarían al país las grandes leyendas: Los Rolling Stones,
Pink Floyd, Paul McCartney, U2. algo impensable hace 31 años.
Hoy, por el contrario, todo es posible:
el aparato gubernamental autoriza conciertos en diversas sedes porque
existe una industria del espectáculo que permite la adquisición de
boletos con avanzados sistemas electrónicos; los bancos realizan
preventas exclusivas para sus tarjetahabientes; existen foros bien
acondicionados que ofrecen medidas de seguridad. Además, como otro
factor, hay un mayor interés de los artistas por las giras en vivo para
compensar la caída en las ventas de discos. El resultado es que en el DF
y algunas otras ciudades cada mes hay decenas de recitales para
complacer a todo tipo de oídos. Por supuesto, hasta donde el bolsillo
aguante.
La ecuación exitosa
En
un país donde casi toda la producción económica va a la baja, la
industria de los megaconciertos sigue en plan ascendente. En 2011
Corporación Interamericana de Entretenimiento (CIE), --que por medio de OCESA controla el 90% de los conciertos en México-- vendió 5.5 millones de boletos.
De
acuerdo con un reporte de CIE, esa cantidad de personas asistió a los
4,963 presentaciones que esa empresa promovió y produjo en México en
2011; de éstos, 1,075 fueron conciertos musicales, donde obtuvo grandes utilidades.
Y es que, de cada 100 pesos del precio del boleto, la empresa productora destina 43 a gastos (el artista, promotor, dueño del local, difusión, escenografía, impuestos, seguridad, etcétera) y 57 pesos son las ganancias.
Si
vemos --sólo como ejemplo-- que los boletos en primera fila para U2 en
2011 costaron 4,900 pesos, mientras que los paquetes para escuchar a
Paul McCartney al frente y presenciar la prueba de sonido llegaron a los
29,000 pesos, nos daremos cuenta de las grandes ganancias
empresariales, pero también de que la mayoría de los megaconciertos siguen vedados para las mayorías, las cuales ganan de uno a tres salarios mínimos.
De
acuerdo con el promotor Pablo Zacarías ("Conciertos masivos, consumo
popular de lujo", Revista del consumidor, marzo de 2009), el monto de un
boleto se fija a partir de todo el costo de la producción, que incluye
la cuota del talento, la locación, los hoteles, visas de trabajo y
transporte aéreo, si se trata de un artista internacional, alimentos,
seguridad y promoción. Con todo eso en cuenta, se establece un punto de
equilibrio en el que por cierto número de entradas se recupera la
inversión.
Agrega que para que una presentación sea redituable, hay que subir el precio establecido por dicho punto de equilibrio. Por
ejemplo, si para un evento de 1,000 personas deben venderse 900 boletos
para recuperar la inversión, se aumenta el importe, de tal suerte que
haya una ganancia aun cuando se vendan menos localidades. "La entrada de
uno o varios patrocinadores en la ecuación reduce el costo para la
promotora y con ello, el del consumidor".
Vivir la experiencia, el diferenciador
El
líder global de la industria de entretenimiento y medios de PwC, Marcel
Fenez, previó que entre este año y el próximo la industria de la música
registrará un crecimiento real -tras las vicisitudes de años
anteriores--, ya que el declive de la distribución física será menor al que venía registrándose, sobre todo en mercados maduros.
Explicó
que ahora lo más importante dentro del negocio de la música son las
presentaciones en vivo, pues las disqueras y promotoras han encontrado
en los conciertos una manera de obtener los ingresos que las ventas
solas de CD ya no les generan.
Ir a una presentación de Lady Gaga --ejemplificó-- puede costar de 150 a 500 dólares: los asistentes no pagan por la música en sí, sino por la experiencia
que les genera el concierto: "Lo que nos está diciendo el consumidor es
que quiere ir a vivir la experiencia relacionada con el contenido. Y
también el contenido".